El jardín de las veraneras
Un viaje de Guayaquil a la costa.
Por el carretero después del peaje de Chongón huele a hierba joven del invierno que comienza.
La brisa del campo arrastra olores de estiércol de vacas, humo de las tierras quemadas para volver a sembrar… Todo tiene una atmosfera tan particular.
Las ramas de los árboles se abren como antenas al universo.
A veces da la impresión que sus hojas tuvieran leves movimientos autónomos, a más de los que provoca el viento. Todo está tan lleno de vida
Contra el cielo infinito las nubes se despliegan como los velos de la existencia. Más allá de lo infinito tal vez quede la eternidad y lo absoluto…quien sabe.
En la tierra los surcos están abiertos para las semillas, igual que la vida misma, que se convierte en un semillero de experiencia que darán sus frutos para iniciar su hermoso ciclo de floración, maduración y consumación para volverá empezar nuevamente la ronda interminable de la naturaleza.
Atrás va quedando la ciudad con sus nubes densas, a las que se les supone cargadas del covid de esta pandemia mundial.
Los cielos cargados de los soles de playa son una esperanza para el viajero.
Pareciera que en medio de la tristeza del mundo, la naturaleza trajera partituras de amor en sus colores.
Ha llegado enero y los grillos no han aparecido anunciando la entrada de lluvias en Guayaquil. Porque será?
Arriba en el horizonte arde un enjambre de garzas que cruzan veloces pintando de blanco el paisaje
Un poco más alto vuelan golondrinas como rebaños de oro que emigran hacia la bóveda del cielo para recostarse en los musgos azules de las nubes.
Manejando por la carretera se va pasando por Cerecita, Consuelo, Progreso y Zapotal.
En cada pueblo existe la sensación de que la vida transitoria fuera eterna…Si se alza la vista al paisaje cambiante de los cielos plenos de sol tal vez se perciba que lo eterno se vistió de transitorio…quien sabe.
A veces una nube cruza y las tierras secas se ponen sombrías mientras una lluvia piadosa y breve moja sus campos desiertos. Unos cuantos kilómetros más, y todo se despeja en una tarde ardiente..
Una hora y media de rodar y se abre a la derecha del viajero un jardín encantado. El sol está muy fuerte y el jardín está solitario. Se observan los altos pinos, las veraneras de dos colorees que valen quince dólares y las de un solo color que valen siete.
En pequeñas funditas estaban sembradas varias plantitas de “No me olvides” de pétalos azules, aunque eran más numerosas las “Flor de un día”
Por supuesto en una gran lavacara había un ramo hermoso de “siempre vivas”, mezcladas con las Begonias y las Dalias cuya flor dura tres meses
Toda la información está en letreros. No hay nadie ´para la venta.
Las autoridades han cerrado las playas este 1° de enero y se abrirán el 2, y hay pocos turistas.
Por ahora todo está en espera.
La pobreza espera acompañada del hambre y la esperanza de vender.
Desde el frente de la carretera una muchacha al pie de su puesto de cocos observa a los visitantes del vivero.
Los carros son pocos y pasan veloces sin comprar. Si no vende nada ella también se pregunta ¿qué va a pasar?
Deja un momento los cocos y cruza en medio del trafico junto a un muchacho descalzo Traían la mascarilla bajada, con todo el rubor de la primera vez de un beso…
Era posible imaginar que el beso se le había quedado en la sonrisa…
Se movía con elegancia entre los recovecos de las plantas, con una sonrisa que iluminaba su hermosa cara morena de muchachas costeña.
No denotaba aires de coquetería, sino más bien el rubor de quien se sabe bella.
Las veraneras inundan el vivero de colores, También se venden Ixoras y palmeras, cocos enanos y limoneros en flor. La negociación comienza con el regateo.
La muchacha es firme en los precios.
Cuando se cierra la venta ella cobra y el muchacho carga los sacos “como debe ser”, porque desde el comienzo “las cosas deben quedar claras…”
Por: Parsival Castro
0 Comentarios